Cuando tuvo la edad suficiente para animarse a preguntar le
contaron que los primeros meses de embarazo habían transcurrido con total
normalidad, sus padres disfrutaban por igual la espera del primogénito. Habían
disminuido, casi al punto de desaparecer, las peleas, los celos.
La venta en la librería había aumentado y el
niño llegaba con un pan bajo el brazo.
Su
madre se había puesto tan bella que incluso, un vecino al verla cruzar la calle
una noche creyó ver a la Virgen María embarazada y se arrodilló a su
paso.
Ella
se tocaba constantemente la barriga, le hablaba, le leía cuentos, le cantaba.
Él
quería cumplir todos sus antojos, pero a ella solo se le antojaba leer por las
noches y dormir temprano con la ventana abierta.
Trabajó
hasta el octavo mes a la par de su marido. Estaba envolviendo para regalo Viaje
al fin de la noche, cuando empezaron las contracciones.
El
Falcon atravesó la Capital con un pañuelo sacudiéndose por la ventanilla
llevando a dos, apurado por regresar con tres.
El
hospital estaba saturado por las victimas del incendio del Puerto, así que
prepararon una habitación común como sala de parto.
Parir
es un acto unilateral es dividirse multiplicando. La madre produce, genera,
trae y da el mundo al niño y con el tiempo el niño negará primero a la madre y
después al mundo.
Su cuerpo se rompió. Solo paró de dolerle cuando vio que el bebé, su bebé,
hermoso como ninguno había nacido muerto.
Dos
días más tarde le dieron nombre y sepultura al que hubira sido su hermano mayor: Ulises.
El
nuevo embarazo se vivió con una tensa felicidad. Como su suegra había deslizado
la posibilidad de que la perdida se debiera a las novelas que devoraba noche a
noche, se le prohibió la lectura. No trabajó y
no le permitieron otra visita que no fuera de su suegra, su cuñada y el
marido.
Se
volvió religiosa por decantamiento y le escribía largas cartas a Dios.
Para
no molestar al marido con sus terrores nocturnos dormía sola y recibía en
sueños cada noche a un asesino, a un lobo, a un niño muerto.
Esta
vez hubo que subirla a la fuerza al coche para ir al hospital, pese a la
contracciones quizo parirlo en la seguridad de su casa.
En
la calle la gente iba y venia, vivía. Tan desacostumbrada estaba a ese
movimiento que se mareó y vomitó toda la guantera, el parabrisas.
En
la sala de partos no paraba de llorar, todos la tocaban, la acomodaban, hacían
de ella.
Se
partió otra vez, y el llanto del niño se sumó a su llanto ya empezado.
Cuando
lo pusieron en su pecho sus miradas se cruzaron. Lo beso profundamente, una y
otra vez dándole las gracias a Dios. Acariciando sus tres kilos ochocientos.
El niño lloraba le estaba avisando que debajo de la manta había una pierna notoriamente
más corta que la otra. Había fallado otra vez.
Lo
inscribieron como José Luis, pero rápidamente empezaron a llamarlo Monito, Mono.
Con el pequeño defecto de las orejar grandes querían tapar el otro y evitarle apodos
como Rengo, Cojo, Discapacitado, Pata corta, Pata
de palo, Pirata, Bidet y cosas crueles que dicen los chicos y que a él sin excepción también le dijeron.
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